jueves, 14 de abril de 2011

Caracas, la bella


Soy una caraqueña enamorada de Caracas.

Sí, lo afirmo con convicción, aunque mi maltratada ciudad esté llena de basura, de peligros y de innumerables sitios a los que no he ido nunca ya sea por peligrosos o porque no he tenido nada qué hacer ahí.

Caracas tiene el encanto de un valle hermoso, con una indescriptible variedad de verdes que cuesta mucho dejar de extrañar. Es una ciudad madrugadora, que se esfuerza día a día para hacer que sus hijos obvien las precariedades de la vida cotidiana para empezar una jornada con aroma de árboles frescos, de cafecito recién colado y de empanadas de queso.

Si me preguntan lo que más extraño, además de mi familia y de mis amigos, claro, no dudaré ni un segundo en contestar que a El Ávila.

Ya sé que puede parecer un cliché, pero es que el resto del mundo (e incluso nosotros mismos) no tiene idea de lo que ese cerro significa para nosotros.

Justo cuando estás embotado, cansado de la cola de 3 horas para llegar a casa o de la basura de las calles, levantas la cabeza y ahí está: sereno, majestuoso, siempre sonriente.

Desde cualquier punto de la ciudad puede verse y olerse. Desde cualquier rincón nos señala el Norte y nos ubica entre tanto caos.

Caracas tiene el encanto de la ciudad que alguna vez fue una metrópolis de las más importantes, y ahora, después de tantos golpes y magulladuras, se ha vuelto una urbe más realista, madura y enigmática.

Para disfrutar de Caracas hay que conocerse primero a uno mismo: Los lugares para amantes del orden y la belleza impoluta son escasos, pero existentes. En cambio, quienes aprecian el eclecticismo, la fascinación de lo arriesgado junto a lo bizarro pero a la vez armonioso, tienen sitios de sitios para escoger.

La cosa con mi Caracas es que hay que ir con cuidado. Tantos años de indiferencia han hecho mucho daño, y a pesar de que un criollo sabe perfectamente por dónde ir y por dónde no, en los últimos años ha sido imposible evitar que el miedo penetre en nuestros huesos.

Poco queda de la ciudad que trajo a mi abuelo desde Bolivia para brindar mejores oportunidades a su familia.

Poco queda del país de gente amable que recibe con los brazos abiertos a los miles de inmigrantes que veían en él un sitio con posibilidades infinitas para ellos y sus descendientes.

Poco queda de la metrópolis importante, musa de muchas otras ciudades del mundo.

Pero ese poco, por poco que sea, basta y sobra para que esta caraqueña siga teniendo esperanza de un retorno a la belleza, al orden y al encanto sin miedo.

Ese poco basta y sobra para que esta melancólica hija suya siga enamorada de Caracas, cuna de Libertadores y de atardeceres con guacamayas, reina pepiadas y jugo de patilla recién exprimido.


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