jueves, 3 de noviembre de 2011

Las estanterías llenas


A nadie le llama la atención algo familiar en un viaje. Nadie dice: "¡Mira! ¡Guao!" cuando ve a un niño en una patineta, a un anciano en un parque dando de comer a las palomas o a un carro parado en la calle. Nos maravillamos, sorprendemos, alegramos y hasta destapamos nuestra más infantil curiosidad sólo con las cosas que no nos resultan cotidianas, y si las "cosas sorprendentes" son esenciales, sabremos que debemos preocuparnos.

Alguien me contó una vez que llevó a una persona de algún país de la ex Unión Soviética a un supermercado, y que cuando esta persona vio las estanterías llenas, comenzó a llorar. Es un relato conmovedor que nos resultaría algo así como sacado de una película del cine independiente, de no ser porque los venezolanos nos estamos acostumbrando cada vez más a sorprendernos por cosas que para otros son básicas.

Este verano pude compartir con amigos y familiares venezolanos, cuyos comentarios en las calles arrugaban un poquito mi corazón. "¡Qué calle más limpia!" decía una, sin percatarse de lo triste que suena ese comentario cuando entiendes lo que subyace tras él. "¡Qué cantidad de turistas!", y mi mente viajaba en segundos a la Plaza Bolívar de mis 18 años, llena de grupos de turistas increíblemente extinguidos de la faz de mi país.

Siempre me sentí orgullosa y privilegiada de haber nacido y vivido en Caracas, y sin embargo, tengo dos años aquí y es el tiempo que llevo acostumbrándome a las caminatas nocturnas, a dejar de mirar a los lados por si viene alguien que pueda hacerme daño, a dejar la puerta de la casa sin llave y... a tener muchas opciones en las estanterías del supermercado. Siendo así, no puedo dejar de preguntarme: si ése es mi caso, ¿cómo será el de la gente de los pueblos, cuyos servicios básicos -agua, luz, transporte...- nunca han sido totalmente solventes?

Extraño la ciudad donde nací, donde me fastidiaban un poco los turistas porque entorpecían mi ruta hacia el metro (que era todo un orgullo, "el mejor del mundo"), donde la luz, el agua, la limpieza y las estanterías llenas se daban por hecho. Extraño la metrópolis imponente que se volvía referencia en el mundo con sus torres de Parque Central y de El Silencio tan bien cuidadas como la UCV. Mi ciudad bonita, la de los médicos de punta y los hospitales reputados.

Y así como extraño, también tengo esperanza...

Espero que cada día seamos más los que recordamos esa otra ciudad, porque es el primer paso para volver a tenerla.