domingo, 1 de septiembre de 2013

En dos minutos

¿Qué hora es? preguntó José a su mujer.
Las 4:22 contestó ella, con hastío.
Entonces nos vamos ya, ¿no?

Ella miró al infinito y se preguntó "¿Cómo hemos llegado hasta aquí?".

Recordó la primera vez que lo vio. Fue en la oficina donde trabajaba como secretaria. José, un joven muy apuesto, seguro de sí mismo y recién graduado de ingeniero, se acercó a ella con una sonrisa encantadora.

Buenos días, señorita. Busco al ingeniero jefe de mantenimiento.
Buenos días, el Ing. Rivas está reunido, si quiere dejarle algún mensaje...
Haremos algo: le dejaré un informe si usted me da su autógrafo dijo José, mientras le acercaba el comprobante de "recibido".

Rocío sonrió, le firmó el comprobante y leyó cuidadosamente el nombre del autor del informe: Ing. José Domínguez Gómez.

Hasta luego, señorita. Espero volver a verla pronto. 

Se despidió guiñándole el ojo, y ella quedó tan deslumbrada como sonrojada.

Años después se casarían, y para su primer aniversario ya tenían al pequeño Jorge. 

Rocío recordó con especial cariño la navidad de 1979, en la que el Niño Jesús no solo premió a Jorge con la patineta que tanto quería, sino que le envió, de ñapa, una hermanita.

Para las navidades de 1985 las cosas no iban tan bien, pero José se las arregló para que Jorge y Lucrecia mantuvieran la ilusión, disfrazándose de San Nicolás y adjudicándoles poderes mágicos a los sencillos regalos que podían permitirse.

Cuando Jorge se casó, Lucrecia estaba por graduarse de la universidad y Rocío pensó que había tenido una vida plena, con altibajos económicos, pero muy feliz. "Ahora queda esperar que Lucrecia se case también, y a disfrutar de los nietos". Hoy pensaba que no podía estar más equivocada...

José se había vuelto algo despistado desde que "los niños" iban a la universidad, pero ninguno le dio mucha importancia. Cuando perdía las llaves aunque las tuviera enfrente, Jorge bromeaba diciéndole "¿Ya te está atacando el viejito alemán, papá?". Todos reían, pero en el fondo todos consideraban el Alzheimer una enfermedad terrible. Una enfermedad de otros.

Cuando llegó su segundo nieto, Rocío tenía que terminar frecuentemente las frases que empezaba a decir José, y de vez en cuando recordarle en qué mes estaban.

Cuando le diagnosticaron Alzheimer, Rocío vivía sola con él. Lucrecia se había ido con su esposo e hijos a Australia y Jorge iba de país en país de acuerdo a lo que necesitara la empresa para la que trabajaba. "¿Cómo enfrentaremos esto?" pensaba, mientras sonreía a un José muy contrariado.

Poco a poco José fue perdiendo cada vez más facultades. Se despertaba preocupado porque llegaría tarde a una reunión que había tenido lugar 20 años atrás, no reconocía la casa donde había vivido más de 15 años, olvidaba si estaba almorzando o cenando... pero el día más duro para Rocío, incluso más que cuando olvidó su nombre o cuando empezó a volcar su frustración en ella, fue cuando le pasó el teléfono porque lo llamaba Jorge y respondió: "¿Quién es Jorge?".

Su vida tan plena empezó a llenarse de agujeros. Explicándole que ella no era su hermana, dándole de comer como si fuera un bebé, respondiendo una y otra vez que hoy era lunes y que no, no llegaba tarde a ninguna reunión.

La frustración se fue apoderando de ambos. Él no entendía por qué ella respondía con hastío y ella no soportaba ver a aquel ingeniero tan seguro de sí mismo preguntándole lo mismo cada dos minutos. Los días pasaban y ella era cada vez menos capaz de bañarlo, cambiarle los pañales, ocuparse de la casa y ser comprensiva. Él, por su parte, cada vez tenía menos días de lucidez, cada vez tenía menos tacto en señalar los errores de ella y cada vez tenía más rabia por dentro... que reflejaba en ella.

La enfermera pasó, los saludó y se aseguró de que José no necesitara un cambio de pañal. Rocío ignoró su saludo y siguió pensando, mientras la enfermera continuó su revisión con los otros ancianos.

¿Qué hora es? preguntó José a su mujer.
Las 4:24 respondió ella con hastío.
Entonces nos vamos ya, ¿no?