lunes, 9 de noviembre de 2015

Una realidad normal, o buena suerte a la señora del '63




Hace tiempo que quiero escribir, pero en general, cuando las cosas van bien y todo funciona regularmente, las musas se aburren y no hay mucho qué contar. Llegué a esta conclusión el otro día, cuando me dio por releer algunos posts, y resulta que hay un par muy interesantes -aunque esté mal que lo diga yo- sobre la cotidianidad en Venezuela: cómo pagar en un supermercado podía ser una auténtica prueba a la paciencia -porque se iba la línea, no porque no hubiera productos-; cómo las cornetas, el tráfico interminable y el colapso de Caracas ante una simple lluvia contrastaban con la majestuosidad de El Ávila en su imperturbable amanecer, con las simpáticas guacamayas que recorrían la ciudad dándole los buenos días por las mañanas, y despidiéndose hasta el día siguiente por las tardes, y con ese encanto ecléctico que permite disfrutar de una cena relajada en la sucursal del cielo, por más que el camino de vuelta a casa implique no parar en ningún semáforo por si te atracan.

En el "primer mundo" las cosas son distintas. Aquí todo el mundo sabe el tiempo que le llevará entrar a un supermercado y comprar lo que necesite. Se quejan, sí, y con razón, de que en las citas que han solicitado por internet para ser atendidos en un hospital termine yéndoseles la mañana. Yo también me quejaría, porque hay que exigir excelencia para que "el sistema" mejore, pero estoy muy ocupada viendo la calidad de los hospitales, la profesionalidad de los médicos y los recursos disponibles para todos. 

Cuando oigo a los españoles quejarse de sus funcionarios públicos, recuerdo a la policía que me entrevistó cuando estaba por casarme: amable y comprensiva, como casi todos los funcionarios públicos que me han atendido aquí. Sonrío al oírlos hablar de la indignación que les produce haber perdido un día de trabajo por hacer una u otra gestión. ¿Y por qué sonrío? Porque al final del día, SIEMPRE se van con el papel que fueron a buscar, con la cédula actualizada o habiendo visto al médico. 

Es entonces cuando la sonrisa se me borra y me entra esta desazón que creo que todos los que estamos fuera sentimos cuando vamos a un supermercado y tenemos todo a nuestro alcance. Y con "todo" quiero decir TODO, Harina Pan incluida. Ese sentimiento de tristeza, indignación y hasta culpa que nos recuerda que renovar el pasaporte nos tomó 8 meses, que nuestras familias no tienen hospitales decentes a los que ir o que han olvidado incluso lo que se siente que un funcionario público les dé los buenos días. Estas ganas inmanejables de traerlos a todos para que disfruten de nuevo de una caminata nocturna, de sentarse en una terraza a tomarse un café, de ir de compras solo cuando es necesario...

Y aquí estoy de nuevo, intentando escribir algo más actual, y solo puedo pensar en la señora que dejó su currículum en la academia de inglés donde trabajo. Una caraqueña del '63, con títulos universitarios y una brillante carrera forjada durante años en una Venezuela segura y próspera, con apenas 4 años de haber conquistado su libertad. Una señora que nació en la mejor época de mi país, y vio llegar a muchos inmigrantes europeos que buscaban un futuro que sus países no podían darles. Ahora, a sus 52 años, esta compatriota busca empezar de cero en un país que no es el suyo, por más que le haya abierto las puertas. 

Ojalá esta señora y todos los venezolanos de "la diáspora" tengan una vida tranquila y exitosa. Ojalá nos formemos todos y busquemos la manera de ayudar a los nuestros, que cada día parecen tener más historias inverosímiles para contar. Ojalá nuestro país se reencuentre consigo mismo y vuelva a ofrecernos un futuro. 

Entonces, con las musas revoloteando con las guacamayas para no morir de aburrimiento, inventaremos muchas más historias que no tengan nada que ver con la realidad. ¿Por qué? Porque nuestro deseo se habrá cumplido y nuestra realidad será, simplemente, normal.